Yo estaba bordeando los 44 años y cumpliendo el sueño de mi vida. Mi padre Ismael se había destacado como escriba y claro, en mi caso siendo el primogénito mi destino ya había sido señalado para convertirme también en un experto de la ley de mi pueblo.

Desde muy joven, al igual que el resto de los varones judíos, fui instruido en todas las normas y mandatos que guiaban a quienes somos hijos de Abraham, Issac y de Jacob. En mi caso necesitaba redoblar esfuerzos en pos de cumplir mi llamado; por tal razón, mi capacidad de memorizar los textos creció tanto con el tiempo que los que me rodeaban se admiraban de la rapidez y precisión al citar cada línea de nuestra preciada ley. Y finalmente y después de tantos años de estudio y memorización, mi sueño se había hecho realidad, me había convertido en un escriba.

Adquirí tanta destreza en el manejo del texto, que a veces lo confieso, me gustaba jugar con los más viejos retando su conocimiento; pero, por otro lado, muchos acudían para consultarme diversos asuntos, y no es por demás, siempre salían satisfechos con mis respuestas y mi destreza de resolverlos.

Como dije al inicio estaba cerca de los 44 años , cumpliendo el sueño de mi vida ¿qué más podía pedir? Pero tuve el diálogo más fascinante y transformador que recuerdo con un maestro de la ley, su nombre Jesús de Nazareth, hijo de José.

Jesús parecía un predicador itinerante, como de esos que aún aparecen todavía; pero él era especial. Juntos con mis colegas estábamos divididos acerca de quién era este judío, definitivamente era un enigma para todos nosotros; sin embargo, llegó aquel grandioso día, donde pude aclarar mi mente y pensamientos.

Él estaba hablando sobre la resurrección de los muertos, tema complejo para ciertos sectores de mi pueblo como los saduceos. Yo le escuchaba con atención y aproveché una pausa prolongada de él para hacerle una pregunta y probar su conocimiento, y le dije: De todos los mandamientos ¿cuál es el más importante? Los otros escribas y yo sabíamos que Jesús tenía dos opciones: mencionar acerca de normas pequeñas como líos domésticos o ir hacia los mandamientos que fundamentaban nuestra ley, nuestros orígenes.

 Si se equivocaba o acertaba en el caso de los primeros, nuestra respuesta no habría pasado de una simple aprobación o una estruendosa burla; pero si se le ocurría hablar sobre los grandes mandamientos tendría que ser muy hábil para no ser acusado de blasfemia y ganarse nuestro respeto.

Cuando respondió, guardé silencio, él había respondido de las formas más correctas y magistrales que pudo haberlo hecho, había apuntado en la raíz de nuestra ley. Por un instante me quedé absorto en su respuesta y le dije: “Bien Maestro; hablas con la verdad cuando dices que Dios es uno, y que no hay otro Dios fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más importante que todos los holocaustos y sacrificios”. Algunos de mis compañeros escribas se quedaron atónitos y me miraban desconcertados cuando le dije Maestro; pero ¿qué podía hacer? Él había respondido correctamente.

Sin embargo, después de mi afirmación él me dirigió una última frase que cerró nuestra conversación y la cual marcó mi existencia hasta el presente. Levantando su rostro y mirándome directamente a los ojos me dijo “No estás lejos del reino de Dios”. No sólo fue lo que dijo sino, cómo lo dijo. Fue una frase llena de respeto, de admiración, de franqueza, de dignidad, de esperanza, en fin, fue una sentencia de amor.

Hoy soy un viejo de 70 años, ya no juego con el conocimiento de otros; pero a partir de ese día decidí que ese gran mandamiento sería el todo de la ley que tanto amo. Durante más de 25 años he procurado el amar al Dios único, he comprendido que la existencia sin él es vana y efímera. Por más de 25 años he procurado amar a los otros; no importa si es escriba, saduceo, gente común del pueblo, o si es judío o griego. En aquel diálogo de amor, como yo le llamo, me sentí tan respetado y honrado que a partir de ese día decidí que buscaría tratar a los otros como yo y muchos fuimos tratados por aquel maestro nazareno.

Basado en el Evangelio Marcos 12:28-34

Autor: Fermín Z.

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